julio 25, 2007

No sé usar las gubias

Mi hermana es una extremista recalcitrante, abrasiva y loca; va directo sobre las cosas sin titubear jamás, sin descanso, sin queja, sin reparar en las pérdidas; suele no equivocarse y si lo hace se niega a aceptarlo aunque tenga el cuello bajo el filo de la guillotina. La angustia es el precio de ser uno mismo, sonea por ahí el aprendiz de brujo, pero la angustia no sabe posarse sobre los hombros de mi hermana, o eso pensé. No deja de dar sermones de asceta resentido con las gubias bajo el brazo, las manos callosas lacradas de los solventes que deja sobre la madera, los pantalones militares deslustrados con los colores que van buscando refugio en los oleos que oculta en casas que no conozco. Trabajo de cigarra bajo el balancín de sus veinticuatro años llenos de laureles escondidos en las almenas del silencio.


No deja de ser la perdiz de vestidito azul sobre los prados del bosque de mi abuelo, con el copete de relamidas sonrisas y los pasitos de lluvia montañés que se entreteje, bochornosa, con los humos del pan de leña y las esencias hierbales del menudo al medio día. No deja de mirar bajo los gajos de cristal con la tierna paciencia de los demonios que trae a cuento con sus manos, como hija de Artemis cazando bestiarios entre el follaje de la ensoñación, cual pez que, en brega, rompe el agua que lo transporta de la negrura de tiempos aciagos, hacia otros que seguramente serán poco más luminosos.


La sombra de mi hermana fue a refugiarse, de bien sé que mal de mis ancestros, lejos de las vetas del árbol que nunca grabé y que jamás supe estamparle; pero es que yo no sé usar las gubias.

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