septiembre 25, 2008

En el camino (y no quiero emular en nadita de nada al Kerouac)

Me gusta la carretera de noche. Le voy dando tragos a la cerveza, el negro me deja poner a Camarón y todos van callados, cansados, dormidos, o sólo no abren los ojos, pero sé que no duermen. Lo sé porque uno me dice que ya quite al tío queparecequeleaprietanloshuevos. “Camarón”, le digo poco molesto, pero sé que le vale un carajo quién es Camarón, a mi también ya que lo pienso. “Mejor pon música mechuda, porque si no me duermo”, dice el negro y lo más rudo que traigo hoy es a los planetas. Na.
No hubo motivo ni destino.
Pongo a Son House y pienso que soy un mamón por poner a Son House a las cuatro de la mañana a punto de entrar a la ciudad. Y... atrás hacen escándalo, sale el pequeño T y me zapea, le da un disco al negro y entonces Willy Colon hace eco.
No hay motivo ni destino. No queremos llegar a ninguna parte. Otro trago ahora a una botella de tinto, malísima por cierto, de esas de 40 varos.
Hay que morir con estilo, dice el negro. A mi me da no sé qué porque al negro le da no sé qué por hacer pendejadas. Acelera y no hay nadie en el otro carril, acelera y la gitana de fondo, invade el otro carril, acelera y las líneas se cansan de ir a prisa. Yo nada más le grito, recuerdo la sensación de la última vez. Él se ríe y acelera. Yo sólo le grito, sin palabras, sin una interjección sonora que recuerde al miedo, la rabia, o ambas cosas, sólo grito y recuerdo el auto dando giros y la lentitud de la destrucción del último choque. Eso pienso ahora. Pero no hay luces que vengan a nuestro encuentro.
No hubo nada. Subir al auto y salir. Hablar y hablar naderías, otra cerveza, Sabina y José Alfredo, hablar de otras borracheras donde hablábamos de otras borracheras. El cuento de Carpentier. Los senos de una teibolera de años atrás, el mar agreste donde Dávil casi se ahoga, silencio, cerveza, curvas, la noche abierta, los árboles temerarios, casi como fantasmas que se apostan junto a la carretera, esperando una señal que no llega para echarse al camino ellos también. Todos se callan, entra Camarón. Y la gitana gitana, tus ojos, tu cara. Y me revienta que el negro sea como es aunque no sepa cómo es. La velocidad no cesa. Petrificado, los muslos pegados como palancas al asiento.
Al llegar a la puerta de mi casa se detiene. Una cortina hace que la luz del piso superior se mueva, Galil ladra. Vomito. Todos ríen.
Quiero ser o estar consciente de todos los momentos de mi vida, hasta de, aquel, el de mi muerte. Pero sólo soy un cobarde que vomita y sabina habla de la calle melancolía y casi puedo ver, por un fragmento de segundo, la mirada del negro, seca o triste qué se yo, perdida en recuerdos que desconozco o que sé y no quiero saber ahora. Las llantas rechinan cuando yo me pierdo en la oscuridad del portón de mi casa.

septiembre 18, 2008

Tic, toc.

Trato de dar orden (o sentido, yo no sé) al montón de jodidas sonrisas y expresiones de seriedad o de rabia de los últimos días. Me siento como un loco: me detengo a acariciar el musgo de los árboles en los parques y le grito a los automóviles a la menor provocación, me siento a fumar frente a los portones de una vieja casona con el rumor de una fuente y la mar de cantos de pájaros en las ramas, luego me lio a palabrotas y maldiciones con un imbécil que le pega a un perro callejero. Ayer, en el metrobus se me salió decirle a una hermosa mujer que si conocía a Atreyu. "No", respondió contrariada, "entiendo lo que sintió al ver a la princesa". "Ah", dice la chica en cuestión y se cambia de lugar. Supongo que yo haría lo mismo. A veces soy muy tonto (sólo a veces).

Un idiota microbusero, que merece le corten las patas, estuvo a punto de matar a mi madre, afortunadamente (qué subjetiva es la suerte) sólo le rompió una pierna y se dio a la fuga, no entiendo por qué la gente abordo no lo hizo detenerse. Luego veo a mi madre cantándoles a sus canarios y me dan ganas de llorar de felicidad, aunque me pelee con ella cada tanto porque tiene a aquellas dos adorables bolas de plumas enjauladas. Ella dice que deje libre a Mardí. Es evidente que Mardí no duraría cinco minutos en la calle, menos los canarios. Eso de sentirme seguro bajo la frágil pesadez de unos muros me aterra. Sólo siendo esclavo me siento libre. Es la pura y desdichada verdad.

Sigo con esa horrorosa sensación de soledad en el pecho, pero mis amigos llaman, salgo a unos tragos y hay abrazos y risas, voy al trabajo y los niños me reciben con besos o gritos jubilosos. El finde besé por asalto a la de los pies hermosos y ella respondió abriendo los labios como si ya lo esperara, estuve a punto de preguntarle si, justamente, ya lo esperaba pero me calló con un mordisco. Pienso "extraño a... ", el teléfono suena y ahí está, es Dávil, me da risa la increíble coincidencia pero no le digo nada. Davil dice que nos veamos pero no llega a la cita, en su lugar me encuentro con un tipo que me dio una paliza hace años: drogado, en un coche nuevo, con cuatro tipos más. Me grita improperios y yo me quedo lívido con cara de tonto (ya lo dije, a veces soy muy tonto). Vuelvo a casa y mi madre me recibe con un chocolate de coco y cereza.

Tic, toc. La cabeza no deja de martillarme entre tantas caricias y golpes astutos. Trato de entender los hechos: la soledad sigue haciendo su labor de minero en mi pecho y la felicidad sigue hundiendo su peso de lluvia en las grietas que van quedando en mi carne.

Tic, toc, hacen en mi carne y yo no hago sino seguir respirando.

septiembre 06, 2008

Zapatillas doradas de bailarina

Sólo fui por unos tragos. Y, entre malos chistes, el rumor de las voces eternamente solitarias, las formas apagadas de mis compañeros de parranda, la ansiedad de las bocas y las miradas, la negrura de las horas derramándose en las copas, miré al suelo. Los pasos cándidos se aproximaron, las zapatillas de bailarina, las zapatillas doradas de bailarina; los pies más hermosos que haya visto en mi vida, alcé la mirada y unos ojos tristes sostuvieron a mis ojos tristes. Ya la conocía de años pero jamás sospeché tanta belleza bajo los tobillos. Ebrio, me arrodillé y besé sus empeines, acaricié el paño dorado, luego me incorporé despacio y besé sus labios. Es una mujer tan ordinaria como yo puedo ser y soy un hombre ordinario.

Alguna vez escuché decir a una mujer que sería capaz de entregarse a un hombre que le permitiera besarle los pies. La imagen era tan horripilante... pero hoy lo comprendí: “a sus pies, señora”, dije, acaricie su calzado, ella me levantó con una ternura indescifrable y me besó.

Y aquí estoy, con la imagen de los pasos cortos y la piel blanquísima, del tacto de las nubes y el olor de un Jolly Rancher de sandía, tratando de entender, ese, mi primer fetiche.

 
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