agosto 25, 2007

Cuestión de fe

Voy al “5 cero” con Daniel, Fabiola, Maru y el John. La cerveza cuesta muy cara y las meseras son muy feas. Termino en el jardín de Daniel porque el John se va a coger con Fabiola, y Maru detiene un taxi, intempestivamente, y se larga. Hablamos de actuación y un poco de poesía. La cerveza es dura a las seis de la mañana, la cabeza duele, me da vueltas. Enciendo un cigarro, le doy una calada; enciendo otro cigarro, miro el cenicero y tengo dos cigarros. No ha dejado de llover. Me gusta estar con Daniel, me gusta escuchar lo que tiene que decir, me gusta que nos quedemos callados, nos miramos y sabemos que todo está bien. El arte es un acto de amor y todo acto de amor es un acto de fe, leí por algún lado la tarde de ayer; pero Daniel y yo no entendemos eso, porque estamos ahí sentados sin tener ni la mas puta idea de hacia dónde vamos ni porque elegimos hacernos mierda frente a los otros: él sobre un escenario y yo con las estúpidas letras (como si a alguien le importara, además). Luego leímos algunos silogismos de Ciorán en voz alta. Despertamos a las tres de la tarde. A veces me olvido que estoy con él y el se olvida de mí. Estamos tan acostumbrados el uno al otro. Caminamos al metro Taxqueña.

No recuerdo la última vez que desperté a las seis de la mañana y vi al sol salir. Hace tanto no sé llevar una vida normal: levantarme, al trabajo, a la escuela, llegar a casa, dormir. No recuerdo cuando fue la última vez que besé a una mujer, y sentí, en sus labios, sus ojos cerrados, esa consistencia emocional que te apendeja todo y a la que llaman amar. Me voy olvidando de las cosas y el modo de hacerlas. Me voy dejando estar sin la necesidad de necearle a la vida las cosas que no tengo. Y la verdad es que hasta escribir al respecto me causa una modorra poco menos que insoportable, demasiado impertinente en cuanto a lo que fui diez años atrás. Tengo comezón en la espalda, justo en el hueco de los omoplatos y no logro rascarme. La cena hace estragos en mi estómago, aún siento las vísceras calientes y el cuerpo tembloroso por la resaca.

Diez años atrás hubiese despertado sin el menor resabio de duda o cansancio. Hubiese metido mi melena en unas pinzas de mariposa, y habría salido a la calle a reventarme el rostro contra la primera cosa que me pasara por detrás de la frente. Sabía decir cosas que me merecían una cachetada o un beso. Podía levitar por entre los pasos de los otros, zambullirme en su desdén, agitarme hasta ser el tipo tonto y colérico que se daba de frentazos contra los muros del mundo a la menor provocación. Ahora cualquier chavito de dieciocho años se atreve puerilmente a decirme señor; como si tener veintiocho años, y no saber quién eres y no tener un peso en la bolsa y no creer en nada y por lo tanto no esperar nada y no poder saber a dónde ir, me escindiera de su propia condición de post adolescente. Luego todos tienen cosas qué hacer, lugares a dónde ir, cosas básicas para tener los dientes limpios o los sobacos blancos y bien olorosos, la ropita impecable, la piel rozagante y las barbas recortadas; los senos como flores en botón, las caderas intactas, los pasos de semidioses bajo la tarde lluviosa, semidioses con sonrisas estupendas. Me recuerdo a Onetti y su “Bien venido Bob”. Todo es cosa de esperar.

Así que todo es un acto de amor, un acto de fe al cabo. Ve tú a saber. Estoy pensando en el poemario que enviaré al Efraín Huerta, del que seguramente veré el nombre del ganador en el periódico y no será el mío, como ya me ha sucedido más de una docena de veces. Seguiré juntando notas y llamadas de gente que desecha mis textos en las editoriales. Me veré en el espejo con las entradas más profundas, la panza más grande, la piel más seca y apagada. No sé. No me convence este asunto de estar vivo. Pero mañana, siempre mañana. A ver qué pasa. No sé.

1 vistazos por la ventana:

TrAvIjE dijo...

Goooeeei, pero que flojera me das, a ver si ya te pones a hacer algo y dejas de hacerte el freaky. Neta, que flojera.

 
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