agosto 21, 2007

Kiki-San

Kiki-San está sentada frente a mí en el café cercano a la SOGEM. Mira el menú y sus pestañas bailan con la música de sus parpadeos. Kiki-San tiene las pupilas más brillantes que yo haya visto en mi vida. Se ha cortado el cabello: pequeños mechones se niegan a estarse en paz y se alborotan, dándole un aspecto infantil que contrasta con los labios rubicundos y la curvatura del cuello (ya ni hablar de la simiente de los senos sobre la blusa o las piernas entrecruzadas bajo la falda que insinúan a la hermosa mujer que es) especialmente cuando sonríe y se descubre una pequeña obertura entre los dientes blanquísimos, detalle que le da un toque más vistoso a su sonrisa.


Habla despaciosa, casi trémula. Jamás la había escuchado articular frases con tanto cuidado, descarnada, no hay nada que esté de más. Habla de su infancia y escucho y escucho; de algún modo estoy azorado: es otra. Me revela anécdotas que me parecen poco verosímiles de tan tristes, y es que es tan confiada y feliz, tan de pasitos que contagian confort y brillo por doquier. Es una chica luminosa en todo sentido. “Si señor, señorito” dice y agita las manos. “Yo quería desintegrarme, subir al espacio” la voz más confiada, concluyente. “Pero me sentía especial a pesar de todo” termina.


Ya no hay lugares inmaculados, ni recónditos ni cercanos, y ni siquiera los imaginables se salvan del paso del tiempo que todo lo oxida, que todo lo estruja hasta su destrucción. Pero gustamos de los pequeños e inesperados encuentros, de esas fugases revelaciones que nos hacen más concientes de los otros y de nuestra condición espiritual de especie.


Nos levantamos y caminamos a división. “Detesto despedirme de las personas y luego mirar como se van” dice. Esta no es la chica que saludé, hace tiempo, el primer día de clases. Ahora no sé quién es, pero eso me gusta. Adiós, Kiki-San, pero no te olvides que seguimos aquí.

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