agosto 18, 2007

Los personajes

Fui a unas chelas a "Los personajes" con dos amigos cerca de SOGEM. Era el cumple de un tipo de la Superior de Música. Llegamos y se escuchaba Jazz desde lejos. Entramos.

Bajo el sombrero de mimbre tostado se agitan los cachetes enrojecidos. Se contorsiona el sonido, arriba y abajo, casi chilla el saxofón mientras la batería es doblada en metálicos susurros y el bajista no deja de bailotear con los dedos de las manos. Una chica se mueve envuelta en un rebozo rojo, las líneas de las caderas arriba y abajo, como el saxo, me observa y sonríe alejada, luego la mirada abajo, casi frívola, vuelve a mirarme con cierto desdén. Es una virgen en rojo y me dan ganas de ponerme detrás de ella y tomarla por las caderas, olerle el cabello amarillo y crespo mientras pega sus nalgas a mi cintura. Las chelas cuestan diez varos y lo celebro en brindis, mientras, a nuestro lado, hay una chica con la nariz de Gógol y un par de piernas de chocolate blanco. Giro a la izquierda y veo una pequeña lengua atrapada entre dos labios que no paran de hablar, arriba hay dos ojos con pestañas negrísimas y un ámbar verdoso que se me antoja tan visto ya. Giro a derecha y a izquierda. Piernas, caderas, bustos, dedos, sonrisas, ojos, piel. Como que todos están metidos en sus gestos sensuales, con sus choros ingeniosos, las sonrisas perfectas. Como que hoy nadie quiere dormir solo o sola. Voy al baño a orinar y me veo las ojeras de dos días y veo algo más; vuelvo a mi lugar. Todos aquí son esbeltos, alargados, claros, con poses bien cuidadas, arquetipos de hermosura en toda su expresión. Compruebo que soy el tipo más feo del lugar. Eso no es problema para mí. Tengo ganas de un güisquito con soda tónica. El problema es para la virgen en rojo que me quiero tirar.

Una voz ronca y femenina corea, se crece, baja, susurra, casi gime de placer. El sonido del saxo se la coje en el pequeño tapiado de los músicos. La chica, de piel trigueña y ojos saltones, debe medir uno con cincuenta a lo más, buenas caderas, tetas, cabello a la Joplin; su voz es poderosa y te excita literal y no literariamente hablando. Más cervezas. El saxo me manda un beso, volteo a ver a qué chica iba dirigido pero soy el único, “¿es a mí?”, le digo y se ríe, baja el tapiado. Mi interlocutor no se cansa de halagar a Rimbaud y yo le expongo que prefiero el brindis del bohemio. Se ríe y no sé si es porque cree que bromeo o piensa que soy un redomado imbécil. El colmo fue cuando comenzó a hablarme de un tal “el gran cronopio”. “Oye carnal, yo no sé nada de química”. Le digo, me ve con unos grandes ojos de extrañamiento. “Sí… ¿Estas hablando de alguna clase de microscopio o… no?”. Lo interrogo. Y entonces, afortunadamente, alguien le habló y se fue. Pero su gesto fue maravilloso: no supe si realmente pensaba que yo era un pendejo o si era un pesado con un horroroso sentido del humor.

Ebrio igual que siempre y ni cómo decirlo de otro modo. Una bacha afuera. Los músicos callan y hay salsa. Todos bailan. No puedo dejar de mirar a todas estas mujeres con sus hombres, bailando, moviendo todo lo que hay que mover, mirándose fijo a los ojos, pegándose, toqueteándose disimuladamente. Ya somos menos y debe haber hoteles cerca. La virgen se fue. Me pongo a pensar en como habría de escribir esta anécdota, y lo que más me pesó fue el hecho de no terminarla con el típico cigarro en la cama, después de un gran y estruendoso coito con la virgen de rojo. Pero así es: yo era el tipo más feo del lugar. Creo que la culpa la tuvo mi mono de TV. El subconsciente se pone loco.

Más chelas y uno de mis amigos había ligado desde el primncipio con una chica de rodillas adorables. “¿Me dejas ir?” dice. Pues qué quería que le dijera, ¿Qué no? Y se fue. Ya era tarde, un pequeño grupo fuimos por tacos a pacifico. Dos chicas bellísimas que apenas me obsequiaban gráciles sonrisas, el novio de una de ellas, Daniel y yo. Bachata y los fresones rebeldes a todo volumen. Yo era un mortal entre estas dos visiones del infierno riéndose en la madrugada. Comimos casi en silencio, nos dieron aventón a división y nos despedimos. Intenté hablar con el John pero había apagado el celular. “Yo haría lo mismo”, pensé y caminé con Daniel hasta el tren ligero. Ya había tonos azules por el este del cielo.

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