agosto 11, 2007

Un olor desagradable


Estoy caminando cerca del metro Hidalgo, voy a visitar a un antiguo amigo, un poeta y editor que me bautizó en el asunto hace ya una década, él debe tener más de setenta años. Quiero saber cuanto cuesta el tiraje de tal y cual cosa. Las calles aledañas al metro siempre están atestadas, sin embargo, poco más lejos todo se calma. Paso frente a la reja de un panteón con tumbas de dos siglos de antigüedad. En la esquina hay una anciana con los pies deformes, usa los tobillos como plantas para caminar, las pantorrillas parecen de la textura de un reptil, carga una muñeca de trapo, flores de plástico, cachivaches de distintos materiales, va tragando con avidez un mango negro, lleva consigo un pequeño perro sarnoso, hiede un olor espeso y asqueroso a un par de metros a su redonda. La rebaso y me detengo en la esquina para leer los letreros de las calles, giro un poco la cabeza y veo a uno que pasa, este da tremenda patada al perro que enseguida chilla como sin aire, la vieja grita un berrido estridente que se confunde con el del animal y da un bolsazo al agresor. “No me chingues marrana porque te mato". La vieja se queda atónita no sé porqué. El uno pasa junto a mí: “¿Qué no tienes madre?”, le digo. Aún no he terminado la frase cuando veo que trae el cierre del pantalón abajo, por ahí asoma el cañón de una pistola. Cómo que me tiembla todo, él se ríe al notar mi cambio de actitud. “Eres un puto”, me espeta con una sonrisa burlona y su rostro cerca del mío. Se va. No sé en qué momento la vieja se acercó, me tomó de la mano y me dio las gracias por defenderla. En realidad yo no había hecho nada, pero, sentir su leve apretón y el desagradable olor que despedia, fue la cosa más reconfortante del mundo. En cuanto al empistolado, espero que alguien le corte el pene muy pronto.

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